martes, 2 de septiembre de 2008

MILAN KUNDERA

Ella trataba de verse a si misma a través de su cuerpo. Por eso se miraba con frecuencia al espejo. Como le daba miedo que la sorprendiera su madre, sus miradas al espejo tenían el cariz de un vicio secreto.

No era la vanidad lo que la atraía hacia el espejo sino el asombro al ver su propio yo. Se olvidaba de que estaba viendo el tablero de instrumentos de los mecanismos corporales.

Le parecía ver su alma, que se le daba a conocer en los rasgos de su cara. Olvidaba que la nariz no es más que la terminación de una manguera que lleva aire a los pulmones. Veía en ella la fiel expresión de su carácter.

Se miraba durante mucho tiempo y a veces le molestaba ver en su cara los rasgos de su madre. Se miraba entonces con aún mayor ahínco y trataba. Con su fuerza de voluntad, de hacer abstracción de la fisonomía de la madre, de restarle, de modo que en su cara solo quedase lo que era ella misma.
Cuando lo lograba, aquél era un momento de embriaguez: el alma salía a la superficie del cuerpo como cuando los marinos salen de la bodega, ocupan toda la cubierta, agitan los brazos hacia el cielo y cantan.

No sólo era físicamente parecida a su madre, sino que a veces me parece que su vida no era más que una prolongación de la vida de la madre, poco mas o menos como la trayectoria de una bola de billar es sólo la prolongación del movimiento de la mano del jugador.

Al igual que su hija también la madre de Teresa disfrutaba mirándose al espejo. Un día comprobó que tenía un montón de arrugas alrededor de los ojos y se dijo que su matrimonio era un absurdo. Cuando constató que lo había perdido todo, se puso a buscar al culpable. Todos tenían la culpa: culpable era el primer marido varonil y no amado, que no le hizo caso cuando le susurro al oído que tuviera cuidado; culpable era el segundo marido no varonil y amado que la arrastró a Praga a una pequeña ciudad y que perseguía a una mujer tras otra, de modo que ella no dejaba nunca de estar celosa. Ante ambos maridos era impotente. La única persona que le pertenecía y no podía huir, el rehén que podía pagar por todos los demás, era Teresa.

Por lo demás es posible que ella fuera efectivamente la culpable del destino de su madre. Ella, es decir, ese absurdo encuentro entre el espermatozoide más varonil y el óvulo más hermoso. En ese instante fatal que se llama Teresa fue dada la señal de partida de la larga carrera de la vida arruinada de la madre.

La madre le explicaba permanentemente a Teresa que ser madre significaba sacrificarle todo. Sus palabras resultaban convincentes porque tras ella estaba la vivencia de una mujer que lo había perdido todo por su hija. Teresa la oye y cree que el principal valor de la vida es la maternidad y que la maternidad es un sacrificio. Si la maternidad es el sacrificio personificado, entonces el sino de la hija significa una culpa que nunca es posible expiar.

La madre pide justicia para sí y quiere que el culpable sea castigado. Por eso insiste en que la hija permanezca con ella en el mundo de la desvergüenza, donde la juventud y la belleza nada significan, donde todo el mundo no es más que un enorme campo de concentración de cuerpos que se parecen el uno al otro y en los que las almas son invisibles.

Ahora podemos comprender mejor el sentido del vicio secreto de Teresa, sus frecuentes y prolongadas miradas al espejo. Era una lucha contra su madre. Era un deseo de no ser un cuerpo como los demás cuerpos, de ver en la superficie de la propia cara a los marinos del alma que salieron corriendo de la bodega.
Una simple explicación pero un gran cambio, a pesar de todo lo vivido te debo mas de lo que conozco y conoceré.

1 comentario:

Call on me dijo...

La confrontacion...entre Teresa y su madre me llega a sonar un poco familiar...y mas gustoso es darse cuenta de lo qe conoces y podrias conocer...El psicologo explico realmente bien la situacion actual y te agradesco infinitamente...

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